Tiene toda la razón Roberto Aguilar cuando señala que parece que en Ecuador “concibiéramos la práctica de la política como un ejercicio permanente de inmoralidad”. Lo sufro en carne propia. Soy parte del Movimiento CREO y asesor de su principal abanderado, Guillermo Lasso. Cuando alguien quiere descalificarme en este país sin tomarse la molestia de rebatir argumentos, me endilga mi participación en política como si fuera indicio de parcialidad intelectual.
Es como si el hecho de no comprometerte públicamente con una opción electoral fuese una virtud en sí misma, que te otorga un aire de imparcialidad y objetividad casi académica frente a aquellos que se han definido. Dicha actitud emana también del aparato propagandístico del Estado, que considera sacrílego que una persona sin cargo público exprese sus críticas al poder: “si quieren hacer política, que ganen elecciones”. Pum, con esa frase—muy tonta, pero que cala en esa idiosincrasia criticada por Aguilar—buscan anularte por cometer el pecado de “politizarte”.
Dicho esto, no concuerdo con mi estimado pelagato cuando sugiere implícitamente que la incorporación de Ramiro González a la Unidad constituye un ejercicio de acercamiento político que resultaría normal en democracias parlamentarias, donde se acostumbran este tipo de pactos sin que nadie se rasgue las vestiduras. Dice: “Al contrario de lo que ocurre en otros países, especialmente aquellos de regímenes parlamentarios, en el Ecuador las alianzas políticas son concebidas como inmorales por naturaleza”.
No resulta equiparable ese tipo de alianzas electorales con los pactos políticos necesarios en toda democracia. En los regímenes parlamentarios, puestos como ejemplo por Aguilar, las elecciones son de todo menos pacíficas, y resultan muy intensas las campañas. Va cada uno por su lado y se dan a matar. Basta poner el ejemplo reciente de las elecciones en España con Podemos, Ciudadanos, PP y PSOE. Todos con proyectos ideológicos definidos, con propuestas claramente diferencias, pese a uno que otro punto en común.
Otra cosa muy distinta es que una vez elegidos se tenga que conformar alianzas entre los distintos bloques del órgano legislativo para sacar adelante leyes, conformar Gobierno; en definitiva: para sacar el país adelante. En tal caso es justo y necesario que se den tales acercamientos entre facciones de lo más variopintas, y ahí sí hay que dejarse de refinamientos exagerados. Un país no avanza con purismos ideológicos que frenen decisiones institucionales clave. Hay que ceder y conversar con tus adversarios más acérrimos. Claro, en la negociación, un buen político conoce donde está esa frontera ética pasada la cual pierde identidad su proyecto. Un demagogo, en cambio, está dispuesto a empeñar su consciencia con tal de no perder puntos electorales o cuotas de poder.
Yo sí critico esa clase de champús electoralistas como el presenciado el pasado martes, precisamente porque no se dan sobre la base de un proyecto común que luego se plasme en un plan del Gobierno, menos aún cuentan con menú ideológico claro. Más bien refleja una mera estratagema electoral donde se confunden fines y medios. Las alianzas electorales sin contenido, sin coherencia ética, son aventuras que siempre terminan cayendo en el abismo de la demagogia. Porque, precisamente, en esa clase de pactos participan esa clase de políticos que, cuando llegan al poder, están más pendientes de su imagen en las encuestas y el reparto de espacios de mando que de llevar a cabo las reformas requeridas para el bienestar de los ciudadanos—lo cual requiere en ocasiones tener la entereza de arriesgarse a sacrificar popularidad y cuotas de influencia.
Si no tenemos esto claro, corremos el riesgo de convertir la “unidad” en un fetiche, de confundir el desespero por alianzas electorales para alcanzar el poder con el sano ánimo—fundamental en cualquier democracia, insisto—de convergencia negociada para alcanzar acuerdos institucionales. Lo último requiere delinear con precisión quirúrgica aquellos presupuestos éticos comunes de colaboración que permitan que cualquier acercamiento político tenga posibilidades de plasmarse en la realización de un proyecto de país. Ello implica un mínimo de coherencia al momento de elegir a tus socios. No puedes decir que vas a cambiar de raíz un modelo ideológico si te rodeas de un entusiasta ejecutor del mismo—al menos hasta que los vientos cambiaron y saltó por la borda no por convicción, sino por conveniencia.
Quizá el camino de la coherencia un poco más de tiempo (acá es cuando habrá quien dude de mi parcialidad debido a mis afectos partidistas, lo sé). Y es comprensible que se impacienten quienes de buena fe se preocupan ante la posibilidad de que una fragmentación electoral beneficie al oficialismo. Pero, pese a todo ello, esa es la única manera de hacer las cosas bien en esta ocasión. Porque esta vez, luego de todo lo vivido, no podemos volver a equivocarnos, peor aún retroceder.
(Aparicio Caicedo es político. Milita en el movimiento CREO)
Si mi amigo Aparicio tienes toda la razón, no es conveniente que sapos, culebras, gusanos y etc. se unan en una convergencia sin convergencia y que solo quieran pescar a rio revuelto.
CREO, tiene bien clara y definida su linea política regresar al neoliberalismo (yuca al pueblo)
CREO debe ser un partido de “ideas y de principios”, no de personas. Solo entonces podremos hablar de haber realizado el cambio que beneficie a la mayoría de ecuatorianos.