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¿Más enmiendas?

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Al argumento de que “la Constitución no está escrita en piedra” se ha agregado otro: que la Constitución de los Estados Unidos ha sido enmendada en veintisiete ocasiones. Con esos señalamientos se pretende explicar –justificar está muchísimo más lejano- el inicio de nuevas enmiendas a la Constitución de 2008. Esas indicaciones resultan harto penosas y muy propias de nuestros políticos, a los que, según se empeñan en demostrarnos cada vez y cuando, no hay cómo pedirles mucho.

Si al caso estadounidense se querían referir, al menos se hubiesen enterado de que las diez primeras enmiendas a su Constitución son, todas, de 1791, y que contienen, cada una de ellas, los derechos reconocidos en la Declaración de Derechos de Virginia, puesto que la Carta  Política elaborada en Filadelfia solo establecía los aspectos orgánicos, es decir, el establecimiento de los poderes estatales y de la Federación. La enmienda de 1933 fue para suprimir otra: la prohibición establecida en 1919 a la fabricación, venta y transporte de licores. Entonces, tenemos solo quince enmiendas efectivas, siendo la última de 1992 sobre un tema que se podría decir menor: que la ley que varíe las remuneraciones de los congresistas solo tiene efecto luego de la nueva elección de representantes. La anterior fue la última sobre un tema constitucionalmente relevante: fijar la edad de sufragio en 18 años, lo que ocurrió en 1971. Es decir, estamos a 24 años de la última enmienda a la Constitución estadounidense y a 45 de la última trascendente.

Nosotros, solo desde 1992, tenemos tres codificaciones constitucionales (1993, 1996 y 1997), con tremendas modificaciones constitucionales producto de varias reformas en todos los años intermedios, y dos constituciones adicionales, las de 1998, con una reforma en 2002, y la de 2008 que lleva ya dos enmiendas, en 2011 y 2015. Basta, además, corroborar que solo las enmiendas a la Constitución de 2008 se refieren a varios temas sobre los que, además, ya se habían hecho algunas modificaciones en períodos anteriores, como el tema de los trabajadores del sector público, por ejemplo. Así es que referirse al tema estadounidense como base para justificar la tradicional reformitis ecuatoriana es cosa bien complicada, por no decir, totalmente desacertada.

Las constituciones no son irreformables, ni aquí ni en ninguna parte. Pero este no es argumento para estar modificándolas a cada momento, reflejando la displicencia con las que son elaboradas y la utilidad que ellas tienen para los políticos: son plastilinas que se deben adaptar al querer de quienes gozan coyunturalmente del poder. Entonces resulta que la Constitución no es el límite del poder, sino que es el poder el que limita la función de la Constitución: algo bastante llamativo en una nación que se quiere autodefinir como un Estado de Derecho (con todos los apellidos y sobrenombres que le ponen en los textos constitucionales). A la larga, es el ciudadano el que se debe someter al ordenamiento jurídico, le agraden o no sus normas, pues el detentador del poder puede cambiar esos preceptos cuando ya no le gustan, para lo cual le bastará darnos una serie de sesudas explicaciones, tan inteligentes como las que dan inicio a esta columna.

Cuando se reforma la Constitución, además, se provoca un problema jurídico: las normas inferiores que se dictaron conforme los preceptos constitucionales anteriores pueden caer en inconstitucionalidad sobrevenida. Claro, cuando no ocurre que los operadores siguen actuando como que si no hubo la modificación constitucional: así, hay leyes expedidas desde 2009 que responden a normas de la Constitución de 1998, pese a que las de 2008 las eliminó o varió expresamente, resucitándola. Entonces, no es una broma andar dictando Constituciones o modificándolas al buen tun tun.

Botón de muestra: la Constitución de 1998 establecía que los hijos de ecuatorianos nacidos en el exterior eran también ecuatorianos de origen si manifestaban su voluntad de serlo al domiciliarse en Ecuador o, si residiendo en el exterior, lo hicieren entre los 18 y 21 años de edad. La Constitución de 2008, en cambio, establece que en todos los casos los hijos de ecuatorianos por nacimiento son también nacionales de origen.  Ahora se propondría volver al sistema de 1998 porque, pese a que la norma de 2008 sería más favorable al acceso a la nacionalidad ecuatoriana, impide a los hijos de nuestros migrantes acceder a la nacionalidad de los países donde nacieron y residen, porque en algunos de ellos, como España, la nacionalidad se otorga a los hijos de sus nacionales, mientras que a los nacidos en su territorio pero de padres extranjeros se les concede la nacionalidad española solamente si no pueden acceder a otra. Ahora, la nacionalidad, al ser un elemento constitutivo del Estado (título I de la Constitución) no es enmendable y, además, volver al sistema de 1998 sería restringir el acceso a la nacionalidad ecuatoriana de origen, por lo que tampoco cabe reforma parcial. Conclusión: dejarse de hacer normas al bartoleo y por supuestas buenas intenciones.

Mientras esto pasa en el oficialismo, algunos sectores de la oposición nos traen una novedosísima propuesta: que se convoque a una asamblea constituyente. Sería algo innovador si ya no hubiésemos tenido diecinueve, con similares ofrecimientos a los que ahora se están exponiendo.

En nuestro país, modificar o, lo que es mejor, cambiar la Constitución no tiene nada de novedoso. Lo creativo y transformador –y hasta revolucionario- sería que se la respete, no solo en la parte que nos gusta sino, fundamentalmente, en la que no nos conviene. Solo en ese momento podremos ser un verdadero Estado de Derecho.

1 Comment

  1. Ceo que el famoso cambio a “Estado de Derechos” fue solo la salida elegante para no poner más, que el país sería un “Estado de Derecho” (como había constado hasta entonces en las Constituciones), y dar paso así en realidad a la “discrecionalidad”, que fue lo que en realidad buscaban!

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