2013: Svetlana Alexiévich, El fin del ‘Homo sovieticus’, Editorial Acantilado, Barcelona, 2015, 656 páginas.
El fin del Homo sovieticus es un libo sobrecogedor. El recurso narrativo (centenares de testimonios de actores y ciudadanos) permite a la autora elaborar, con la frialdad que impone la realidad, la complejidad del fenómeno comunista. Este libro permite, como nunca se había hecho, diseccionar ese monstruo poniendo el énfasis –a la vez y con una crudeza que espanta– en todos los planos: las ideas, el poder, la fe militante, la cotidianidad, la ruindad humana, la sicología del ruso, la historia y el peso feudal que se cierne sobre ese país…
Las vivencias son tan abrumadoras que la autora, convertida en biógrafa y documentalista del terror hecho realidad, se limita a fabricar una colcha de retazos. No se guarece tras barricada alguna. No la necesita: “En las barricadas la vista se nubla, las pupilas se contraen, los colores se difuminan”.
Sus conciudadanos son su material. Seres hechos para creer en algo. Y el comunismo era su sueño grandioso, sublime. Con él generaciones enteras crecieron y vivieron entre los campos de concentración y la segunda guerra mundial. El alcohol, tanto alcohol, les sirvió para hacer llevaderas más de seis décadas en que vivieron hundidos entre la mentira, el miedo, el horror y dos obsesiones: sobrevivir sin decoro. O morir por causas establecidas por el poder como ideales: la patria, el partido… Eso moldeó prototipos que los rusos hicieron suyos: ser y sentirse especiales. Excepcionales.
638 páginas: por ellas desfilan ex dirigentes comunistas, es funcionarios, ex militares, ex militantes del partido, ex administradores del Kremlin, jubilados que reconstruyen, con sus recuerdos, lo que fue el Estado comunista. Esas seis décadas en que ese aparato se dedicó a triturar personas. Y personas que no tenían piedad con otras personas. Esposas que denunciaban a sus maridos. Vecinos que mandaban al campo de concentración a otros vecinos. Delatores que incluso criaron los hijos de sus víctimas. Comunistas detenidos, apaleados y torturados por comunistas por haber hecho un chiste sobre el camarada Stalin. O camaradas que tras haber estado 16 años presos, salían a pedir que les devolvieran el carné del partido. Seres que estuvieron en los campos con sus madres hasta los 5 años y luego fueron arrebatos y enviados a orfelinatos del Estado… Seres que no podían juzgar a Stalin porque eso significaba juzgar a sus amigos, a su familia, a sí mismos. Seres que vivieron en regiones enteras arrasadas a sangre y fuego, consumidas por el terror y el hambre por oponerse al partido. En Ucrania no hubo suficientes brazos para enterrar a los muertos…
Seres que creyeron en el sueño comunista y aún hoy, tras haber descubierto el espanto pero sin poder conectarse con el postcomunismo, tienen nostalgia del pasado. Es aberrante. Lo admiten, pero es su realidad. Les enseñaron a morir por lo que el partido llamaba libertad. No les enseñaron a asumir la libertad. No saben vivir como ciudadanos. Les abruma la libertad. No saben qué hacer con ella. “La democracia –dice un entrevistado– es un animal salvaje que no habíamos visto de cerca”. El comunismo –dice otro– es como la ley seca: una buena idea que no funciona.
No funcionó al punto que si la Rusia zarista se desvaneció en tres días, dos bastaron para el comunismo. Se cayó ese imperio sin un solo tiro. Lo ayudó a enterrar Gorbachov, secretario general del partido. Esa patria grandiosa construida con propaganda y terror, se difuminó con una sola frase pronunciada por el autor de la perestroika: “no podemos seguir viviendo así”. Pero los rusos no sabían cómo vivir de otra manera. Ese Estado triturador de gente fue cambiado por un gobierno gánster, por mafias de antiguos dirigentes del partido que ahora tienen propiedades en Chipre o en Miami y canjearon medallas y pergaminos del partido por voluminosas cuentas en bancos rusos y paraísos fiscales. Eso ofrecieron y esa es la única idea que los rusos tienen del capitalismo. Los viejos no lo entienden y los jóvenes, que no conocen la historia de sus abuelos, añoran hoy a Stalin. 60 años se resumían en un chiste: comunista es aquel que ha leído a Marx, anticomunista aquel que lo ha comprendido.
Hoy la realidad es miseria producida por mafias que confiscaron las libertades públicas y la riqueza del país. El pasado y sus vestigios se venden en los mercados de pulgas; el presente es mera desesperanza.
Svetlana Aleksiévich muestra hasta qué punto la ideología llevada al paroxismo –en este caso el comunismo– fue convertido por un puñado en instrumento de terror y muerte.
Svetlana Alexiévich, la documentalista del terror
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