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Los castristas o la dignidad de paja

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¿Qué entienden por dignidad los castristas que en estos días lamentan la muerte de su comandante? Dignidad es la palabra más repetida en los discursos, en los homenajes, en los mensajes luctuosos que inundan las redes sociales. “El comandante de la dignidad”. Así lo llamó el candidato a la presidencia Lenin Moreno. Exactamente las mismas palabras que usó Nicolás Maduro. Que “recuperó la dignidad” para los pueblos de América, dijo Rafael Correa. Que “nos enseñó a luchar por la dignidad”, escribió Evo Morales. “Ejemplo de dignidad”, repitió Cristina Kirchner. Hasta Michel Bachelet utilizó la palabrita: “un líder por la dignidad”, puso en un tuit. Y el podemita español Pablo Iglesias calificó a Castro como “referente de la dignidad”.

Este concepto de dignidad merece una interpretación. Porque lo primero que puede percibir cualquiera que visite la bellísima pero ruinosa ciudad de La Habana y la recorra sin guardaespaldas ni carros oficiales, por fuera de los circuitos turísticos y en contacto con los ciudadanos comunes y corrientes, es la penosa indignidad en que viven los cubanos. Con un ingreso de treinta dólares mensuales que tratan de redondear vendiendo a los turistas ron, cigarros falsificados o su propio cuerpo. Hacinados en ruinas desprovistas de servicios, en minidepartamentos de gigantescos multifamiliares fríos y sin alma o directamente en precarias chabolas, donde ven pasar los días en medio de la invariable abulia con que contempla su vida quien sabe que no puede hacer absolutamente nada  para mejorarla. Indignidad que hiere.

Hay que conocer Centro Habana. Todos los cuadros políticos del castrismo continental pasan por sus bordes cuando, en un Chevrolet del 57 o en una limosina del Partido, recorren el magnífico malecón habanero desde El Vedado, donde se hospedan en hoteles de cinco estrellas, hasta La Habana Vieja, donde se divierten. ¿Se han adentrado alguna vez en sus calles? Ahí, en ese enorme distrito que alguna vez, cuando surgió a finales del siglo XIX, fue un barrio de clase media, en esas arruinadas, tambaleantes casas de tres y cuatro plantas que no han recibido mantenimiento en cincuenta años y amenazan con derrumbarse (de hecho lo hacen, casi a semana seguida), ahí deberían hablar de dignidad los dirigentes castristas de América y España. Ahí, en esas casas donde surgieron las dignísimas barbacoas, como llaman los habaneros a esos altillos de madera improvisados para aprovechar la altura de los tumbados, de modo que donde hay un piso ellos sacan dos, para hacinarse más y mejor. El único problema de una barbacoa es que a sus ocupantes les toca entrar (les toca vivir) agachados, pero es lo que hay. ¿Han ido Fander Falconí, Guillaume Long, Virgilio Hernández, Pabel Muñoz, todos aquellos que hoy ensalzan la dignidad de su comandante en el Twitter, a conocer las barbacoas cuando visitan La Habana? ¿Han ido a La Timba, a La Lisa, a El Fanguito? Porque entre los mojitos del Hotel Nacional y los daiquiris del Floridita, entre El Tropicana y la calle Obispo hablar de dignidad es fácil.

Cuando los castristas mencionan la palabra dignidad con voz temblorosa y aliento entrecortado no se refieren a ninguna de estas cosas concretas en torno a las cuales se edifica la vida cotidiana y real de las personas reales. Como vivir agachados, por ejemplo. No. Cuando los castristas hablan de dignidad no están pensando en persona real alguna; están pensando en el altar de la patria, en los fastos de la historia, en todas esas entelequias que forman parte de la religión que quieren imponer a patadas a sus pueblos. La dignidad, para ellos, es una figura retórica hecha para el mármol, una placa en la pared, un saludo a la bandera. En realidad es una dignidad de paja. Es nada.

Discursos, homenajes, mensajes luctuosos en las redes sociales… Todo lo que en estos días se dice y se ha dicho a favor del dictador que ha muerto sólo se puede justificar en el contexto de esa creencia religiosa. “Religión secular”, diría Raymond Aron, quien aplicó ese término por igual a fascismo y comunismo. Se trata de una visión trascendental y, en consecuencia, metafísica de la historia que consiste en adjudicarle un camino predeterminado y ascendente cuyas etapas están inscritas en piedra desde los orígenes del tiempo y ellos –nomás ellos, poseedores de la llave de la sabiduría– conocen de antemano. Vanidosos fanáticos y delirantes. Como Calvino o Savonarola. Gente peligrosa.

Gente peligrosa respaldada por gente cándida capaz de tragarse toda su prédica porque encuentra en ella una apreciable ventaja: esa prédica les organiza el mundo y los releva de pensar por cuenta propia. Y no tener que pensar por cuenta propia resulta muy cómodo. “Nuestra tarea como intelectuales –dijo una vez el podemita Juan Carlos Monedero en Caracas– es pensar el pensamiento del comandante Chávez”. Pues eso. Triste tarea para un intelectual pensar el pensamiento de otro, que es como no pensar. Y triste manera la de Monedero de reconocerse tan superfluo. Uno revisa los discursos, homenajes y mensajes luctuosos en las redes sociales estos días y encuentra lo mismo: gente experimentando el placer orgásmico que les produce no pensar. Gente repitiendo la misma retórica y las mismas consignas que sus guías espirituales (quienes también tuvieron alguien que pensara por ellos) vienen repitiendo desde los años setenta.

Aquí el que pensaba por todos era el Comandante. Otra palabra favorita de los castristas: Comandante. Así, con mayúscula. Se llenan la boca con ella. Comandante de la libertad, dicen. Comandante de los pueblos. Comandante de América. Comandante de todos los tiempos. Comandante de comandantes (porque hay otros). Comandante de los oprimidos. Comandante de las ideas. Comandante por aquí, comandante por allá. Les encanta. La palabra Comandante los identifica, los refrenda, los acredita. Pero también, mal que les pese, los pone en evidencia. Porque no hay comandantes supremos en las democracias. Un ciudadano libre no necesita de ninguno. Un ciudadano libre no puede reconocer, como hacen los castristas, la autoridad de un comandante sin rendir a cambio su albedrío y su soberanía, su derecho a pensar por cuenta propia, a decidir por cuenta propia, a disentir por cuenta propia. Su derecho a la dignidad, en suma. A la de verdad, no a la de paja. Pero los castristas han renunciado a todo eso.

Los horrores de 57 años de castrismo están más que documentados: los campos de concentración para homosexuales y disidentes; la imposición de un pensamiento único con penas de silencio y escarnio público para los inconformes; el caso Padilla; el caso Valladares; el caso Reinaldo Arenas; los fusilamientos; las persecuciones; las prohibiciones; las cárceles repletas de prisioneros políticos; la instauración de una sociedad policial donde el vecino desconfía del vecino, porque lo vigila y lo delata. ¿Hay algo peor que se le pueda hacer a un pueblo? ¿Tiene algo de digno? A estas alturas del siglo XXI ya nadie puede decir que esas barbaridades son mentiras, como se hacía en tiempos de guerra fría. Ya nadie puede atribuírselas a las turbias maquinaciones desestabilizadoras de la CIA. Ahora los castristas hacen algo peor: las justifican. En otras palabras: era una atrocidad y un crimen contra la humanidad que Pinochet y Videla violaran los derechos humanos en el Cono Sur, pero no está del todo mal que los hermanos Castro los violen en Cuba.

Este doble rasero es el peor y más extremo ejemplo de deshonestidad intelectual que pueda encontrarse. ¿Cuál es su argumento? El mismo que sirvió para condenar a Padilla, a Arenas, a Valladares: el ideal sublime de una sociedad sin clases; la historia, cuyo fin último ellos conocen de antemano. ¿Cuántos tuits no circulan en estos días justificando la represión y los fusilamientos en nombre de las ideas y de la historia?

“Matar a un hombre no es defender una idea, es matar a un hombre”, escribió Sebastián Castelio en el primer tratado sobre la tolerancia de la edad moderna. Todavía en pleno siglo XXI hace falta repetir estas lecciones del siglo XVI. Los castristas creen (y esto es lo que fue a decir con toda su jeta el canciller mamerto Guillaume Long ante el Comité de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, nada menos) que mientras ellos edifican (supuestamente) su sociedad equitativa y sin clases, están autorizados para violar los derechos humanos si eso les facilita su noble tarea. Que mientras construyen la igualdad, inspirados en sublimes ideas, la libertad puede quedar indefinidamente postergada. Cuba, precisamente la Cuba de Castro, es una demostración ensordecedora de que la igualdad, en un régimen de privación de derechos, nunca acaba de construirse; al contrario, se aleja cada día más. O sea que la libertad no llega nunca. O tarda más de sesenta años, que para tres generaciones es nunca.

¿Que sus ideales son muy nobles? ¿Que su proyecto es humanista? Alguna vez Raymond Aron, que vivió los tiempos de Hitler y Stalin, se preguntaba sobre la diferencia entre fascismo y comunismo, dos religiones seculares del siglo XX. Y se respondía: la diferencia está en que los crímenes del fascismo ponen en práctica el proyecto fascista, mientras los crímenes del comunismo no ponen en práctica el proyecto comunista, hacen algo peor: lo traicionan. Al final de su vida, Aron corrigió esa tesis: no –dijo–, el proyecto comunista, las sublimes ideas y los nobles propósitos igualitarios, no son sublimes ni son nobles ni son nada. Son puro camuflaje.

Foto: ¿El Guayaquil de Nebot? No, la Cuba de Castro. Barrio El Fanguito, La Habana.

29 Comments

  1. Seguramente por falta de espacio no se menciona la vida del pobre “Comandante”, rodeada de la más insultante opulencia, como la de todo vulgar dictador.

  2. Aplaudo su nota explicativa sobre la realidad cubana disfrazada por el castrismo que pocas veces llega al común de los ecuatorianos alimentado agresivamente por la visión de intelectualoides que están comprometidos con esas religiones seculares vacuas y vacías, Continúe con la misión que se ha impuesto; desbrozar falsedades para que conozcamos la verdad verdadera.

  3. En algunas oportunidades estuve en Cuba,la descripción y análisis del articulista es una verdad.derrocaron a Batista por las condiciones ignominosas en que se desarrollaba el heroico pueblo cubano,pero con el comandante Fidel fue peor;y a ello fueron nuestros des gobernantes americanos a ser loas.Que pésimos referentes

  4. Que claridad y sabiduría para señalar los males que nos aquejan poniendo en riesgo nuestra libertad integral.
    Felicitaciones !

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