Se dice que en la vida los seres humanos somos más confiables, en cuanto somos lo que parecemos. Es decir, que aquello que pregonamos –ya sean valores, destrezas, visiones e ideologías– vayan siempre acorde con nuestros actos y nuestra vida, de modo que quienes nos conozcan a su vez reconozcan en nosotros esa coherencia propia de la honestidad.
La importancia del ser y parecer se aplica a muchos aspectos: en la vida laboral, familiar, social y también en la política. En este último ámbito cobra mayor importancia esta característica. Sabemos que en el ejercicio de la política, quienes legítimamente la ejercen, deben conciliar los discursos que desde la tarima se ofrecen a la ciudadanía, con una conducta coherente con lo que ofrecen, pero sobre todo, coherente con los valores que se pretende representar al momento de participar en una contienda electoral.
Siendo así, toda figura pública, que desarrolla su acción desde el ejercicio de la política, debería saber que sus actos, en todos los espectos –ya sea personal, social y profesional– estarán forzosamente medidos por el escrutinio público y, por lo tanto, deben mantener coherencia en su actuar porque, al fin y al cabo, representan a una tienda política, a una postura ideológica. Tal exigencia también se extiende a aquellos que ostentan un cargo público y administran nuestra plata. Esa trayectoria sin tacha, es la que justamente los ciudadanos deberíamos exigir a aquellos que pretenden, a través de la política, llegar al poder.
En los tiempos que estamos viviendo, esta reflexión es oportuna y necesaria. Acabamos de ser testigos de la destitución de dos asambleístas que fueron separadas de sus cargos porque, en su ejercicio, cometieron actos reñidos con la ética. Pero este hecho lamentable también ha servido, primero, para destapar prácticas que aparentemente eran conocidas y toleradas en los últimos diez años y, luego, para pensar acerca del rol ético que se espera en un legislador.
Que funcionarios públicos estén obligados a entregar parte de su salario mensual –entregar diezmos– a sus superiores o a quien les da el trabajo es éticamente cuestionable y es inhumano porque aprovechan de la necesidad de las personas y les quitan su salario de la forma más vil. Además, aquel que pide el diezmo, ya sea una persona o un partido, establece una relación de poder viciosa con el afectado que puede ser utilizada, más tarde, para presionarlo de otra forma.
La idea equivocada de que las cuotas políticas pesan más que los méritos y la experiencia, no han hecho otra cosa que contribuir a debilitar la función pública en el país, pues ha condenado a los ciudadanos a encontrar siempre en las dependencias a “cuotas” y no a técnicos, con la consiguiente ineficiencia en el servicio: realidad que se repite una y otra vez.
Se espera que quienes tienen nuestra delegación mediante el voto –porque los ciudadanos no extendemos un cheque en blanco con el sufragio, simplemente delegamos funciones a los actores políticos– cumplan su labor de legislar y se aparten de prácticas denostables como la ocurrida.
Hacer uso de la condición y privilegio de ser legislador para pretender presionar a una persona privada de la libertad, que además es un testigo clave en un proceso delicado, en el que está involucrado su ex jefe de partido, no tiene sustento ético alguno. Todo esto nos fuerza a concluir que estamos llamados, desde la ciudadanía, a exigir que la honestidad y la coherencia sea el sello de calidad de nuestros políticos, ejercer presión social para que las figuras públicas construyan su imagen con valores éticos y trayectoria limpia, de modo que podamos hablar de ellos con orgullo.
Necesitamos políticos que sustenten su credibilidad, en su capacidad de ser agentes de cambio y se yergan sobre la base de la ética: en suma, que entiendan que como en todo y especialmente en la política, más que nunca se deber ser y parecer.
Ruth Hidalgo es directora de Participación Ciudadana y decana de la Escuela de Ciencias Internacionales de la UDLA.
La Justicia clara y contundente es la base del desarrollo de un país, si no se reforma el marco jurídico, seguirá campeando la corrupción y existiendo las bandas de ladrones. A éste paso definitivamente va a desaparecer la figura del peculado, ya que le estan ocultando y camuflando con la asociación ilícita.
Está bien e importante, pero no toca el papel de la complicidad de los asesores. Si nadie paga, tampoco existiría la (muy) mala práctica!
Ciertamente está mal que paguen, pero la culpa de quien se ve obligado a pagar es mucho menor, pues quien pide el dinero tiene el poder, y la otra persona, aspira a un trabajo para ganar sus sustento. Si determinada persona no quiere pagar lo que le piden, hay cientos atrás deseosos de tener ese trabajo y dispuestos a pagar, muchas veces por real necesidad de obtener algún ingreso. De manera que las responsabilidades no se reparte 50 – 50%, siempre es mucho, muchísimo mayor de quien pide dinero ilegítimamente.
En otros casos si. Pero trabajar como asesor político, por favor, no se hace por sostenerse sino por aspiración política!