Estas últimas semanas hemos presenciado el bochornoso espectáculo protagonizado por el presidente saliente de los Estados Unidos, Donald Trump, y por muchos miembros del Partido Republicano quienes, sin evidencia alguna, han denunciado un supuesto fraude masivo en las elecciones estadounidenses del pasado 3 de noviembre que perjudicó la reelección del actual mandatario norteamericano.
Joe Biden ganó el voto popular por más de 7 millones de votos, y en votos electorales – que al final son los que deciden quién gana las elecciones en Estados Unidos – obtuvo 306 votos electorales, los mismos que Trump en el año 2016. No se trata, pues, de una elección extremadamente ajustada que se hubiera podido prestar a maniobras fraudulentas por parte de autoridades electorales de algún Estado. La victoria de Biden fue muy clara, tan clara que gobernadores republicanos de los estados de Georgia y Arizona certificaron su victoria, a pesar de las presiones ejercidas por Trump para que no lo hicieran.
Trump presentó múltiples denuncias de fraude que fueron desechadas por jueces y cortes de apelaciones. Finalmente, en una artimaña legal muy cuestionada, apoyó que el estado de Texas demandara ante la Corte Suprema que los votos electorales de los estados de Michigan, Wisconsin, Pennsylvania y Georgia no sean tomados en cuenta por haber hecho reformas electorales de forma inconstitucional. La Corte Suprema, que cuenta entre sus miembros con tres jueces propuestos por Trump, desechó la demanda interpuesta por Texas sin escucharla por carecer de méritos, lo que, por supuesto, causó que Trump dijera que la Corte Suprema lo había decepcionado. Esa declaración nos da la pauta de que Trump pensaba, al estilo de ciertos líderes latinoamericanos, que el hecho de haber nominado durante su mandato a tres de los jueces de la Corte Suprema obligaba a dichos jueces a plegarse a sus denuncias, aunque no tuvieran sustento alguno.
Los hechos suscitados en Estados Unidos nos llevan a analizar la importancia de contar con unas instituciones independientes y sólidas que puedan servir de contrapeso a las actuaciones de los poderes del Estado. Más allá del daño que Trump ha causado a la democracia americana poniendo en duda su funcionamiento y alegando que las elecciones fueron fraudulentas, ha quedado demostrado que en Estados Unidos las instituciones funcionan y que la justicia es totalmente independiente de los poderes ejecutivo y legislativo. En síntesis, el famoso principio de “checks and balances” se mantiene inalterable.
La actuación de Trump se asemeja a la de los caudillos latinoamericanos que han ostentado el poder en Ecuador, Nicaragua, Venezuela y Bolivia, quienes no han tenido reparos en utilizar las instituciones para perpetuarse en el poder y celebrar elecciones de dudosa legitimidad. En el caso particular de Ecuador, Correa utilizó a la justicia, a la que – según sus propias palabras – le metió la mano, para perseguir a sus adversarios políticos y a medios de comunicación. Nombró a su tío, Galo Chiriboga, como Fiscal General del Estado, a través de ese engendro llamado Consejo de Participación Ciudadana y Control Social, quien jamás investigó los actos de corrupción del correismo. Asimismo, se valió de la Corte Constitucional de Pamela Martínez para aprobar la reelección indefinida sin pasar por referéndum y nombró a miembros del Consejo Nacional Electoral afines a su movimiento político para garantizarse el triunfo en las últimas elecciones.
La diferencia fundamental entre lo que sucede en Estados Unidos y en algunos países de Latinoamérica es que Estados Unidos cuenta con instituciones sólidas e independientes que permiten el normal funcionamiento de una democracia. Lamentablemente, las instituciones en Ecuador, con muy contadas excepciones, siguen respondiendo al poder de turno y mientras eso no cambie seguiremos viviendo, tal como dice Jorge Volpi en su libro “El insomnio de Bolívar”, en una democracia imaginaria.
Ricardo Flores es abogado.